Así comienza BODAS DE PLOMO


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Corrían los locos años ochenta. El Rata y yo habíamos pasado una temporada a la sombra por un malentendido con la Policía Judicial. Un asunto de poca monta; el camello del barrio había decidido dejar las drogas y no se le ocurrió mejor idea que dejarlas en casa de un servidor. Tuve la desgracia de cruzarme con un madero que andaba buscando un ascenso, el Rata no sé qué le dijo, el tío llamó a sus amigos y al final encontró su ascenso. Caímos como pipiolos. Cinco años de vacaciones en La Modelo —con todos los gastos por cuenta del Estado, justo es decirlo—. Aunque no llegamos a cumplir los cinco años. Algún día, si logro hacer memoria y me lo piden bien, les contaré la historia de cómo nos pillaron, cómo salimos del talego y qué le hicimos luego al gilipollas del camello. Ahora no. Hoy es otra la historia que quiero contar.

Como les decía; acabábamos de salir y necesitábamos acrecentar urgentemente nuestro patrimonio. Podíamos volver a las gasolineras, como en los viejos tiempos, pero ya no éramos unos chavales. Además, teníamos una reputación que cuidar. Estábamos para más, éramos un par de profesionales con amplia experiencia en lo nuestro, así que a lo nuestro íbamos a dedicarnos. Con los ahorros que nos quedaban alquilamos un ático por escalera en el Raval, compramos un Ford Escort de segunda mano y fuimos a buscar a «las dos hermanitas» (la morena y la adoptada), que habían quedado al cuidado del Chino, un socio de otros tiempos en el que aún podíamos confiar. Aclaro que «las hermanitas» no eran dos señoritas (¡ojalá!), eran nuestras herramientas de trabajo. A la morena la llamábamos así por su color negro azabache, era la entonces rozagante Beretta 92FS que el Rata le había birlado a un gorila borracho en una timba durante el verano del 78. ¿Qué hay? ¿Ustedes nunca se encariñaron con un arma? ¿Acaso el Cid es el único que tiene derecho a ponerles nombre…? ¿No? Entonces, vale. Me pareció ver una cara rara, por eso lo decía. Si quieren que comience la historia hagan el favor de no volver a interrumpirme. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! La otra «hermanita», la adoptada, era mi entrañable y nunca bien ponderada Browning GP-35. Algún día les voy a contar por qué lo de adoptada.

Creo que empiezo a chochear. Me voy por los cerros de Úbeda con gran facilidad. Ya son dos las cosas que algún día tengo que contarles y aún no he comenzado con la historia que nos interesa. Viejo, me estoy volviendo viejo…

Pero no entonces. En aquellos tiempos éramos jóvenes, éramos libres, teníamos casa y coche nuevos y estábamos comenzando un trabajo fantástico. Lo único que nos faltaba era un cliente. En los ochenta el mundo se movía vertiginosamente y los años en chirona nos habían hecho perder muchos contactos en el mundillo. A los dos meses de estar en la calle ya pensábamos seriamente en cambiar de rubro cuando apareció un comercial y al Rata se le ocurrió la genial idea de anunciarnos en Páginas Amarillas. Fue un aviso modesto, apenas dos líneas en la sección de fumigadores: «Se hacen trabajos de toda índole. Parecen accidentes».

Hay que ver el poder que tenía la guía telefónica en aquellos tiempos. Desde el día en que se publicó el anuncio hasta aquel problemita que tuvimos con Hacienda, el teléfono no paró de sonar. Don Diego fue nuestro primer cliente. Llamó un miércoles de julio por la noche, lo recuerdo porque fui yo quien cogió la llamada. Solo por el acento ya se le notaba el código postal. Intenté sonar lo más serio posible, pero no sirvo para estas cosas, así que se lo pasé al Rata. Don Diego no quiso soltar prenda por teléfono, nos dio cita en su casa para el día siguiente a primera hora de la mañana —al menos para nosotros, fue a primera hora—. La dirección nos confirmó lo del código postal.


Era una mansión puesta a todo lujo; tres plantas, garaje para varios coches, cuatro hectáreas de jardín y piscina. Nuestro Ford desentonaba en aquel barrio como Hitler en una sinagoga. Hacía un calor que derretía el asfalto.

—¡Menuda chabola! —comentó el Rata mientras se acercaba a las rejas que rodeaban la mansión. Un enorme portón de hierro flanqueado por dos imponentes pilares daba paso al jardín. Uno de los pilares tenía un interfono con una cámara de videoportero, la primera que vi en mi vida. Ni bien llamamos al timbre, dos feroces dóberman se acercaron al portón y se pusieron a ladrar y a gruñirnos con hostilidad.

—¿A quién buscan los señores? —preguntó una voz femenina, momentos después.

¿Nosotros éramos los señores? Titubeamos un momento. No debíamos decir la verdad y no se nos había ocurrido armar una historia para estos casos. Finalmente, fue el Rata quien decidió echar mano del mismo cuento que habíamos usado con el agente de Páginas Amarillas.

—Venimos de la empresa de fumigaciones —dijo, sin mentir demasiado, mientras leía algo que llevaba apuntado en un trocito de papel—. Buscamos a don Diego Lamadrid Pérez Espalter Vidal Altamirano Aguirre Ruiz...

—¿Ruiz Peñaloza? ―quiso saber la mujer.

—...Peñaloza, sí —leyó el Rata.

—Aguarden un momento, enseguida le aviso al señor. 

La muchacha colgó el interfono y nos dejó varios minutos esperando del lado de afuera del portón, cosa que era de agradecer, teniendo en cuenta que los dóberman no paraban de mostrarnos cuán blancos tenían los dientes.

—¿Cuántas familias viven aquí? ―pregunté mientras esperábamos.

—Creo que solo una... Ya sabes cómo son estos tipos de abolengo...

—Gilipollas, eso es lo que son.

—Lo has dicho tú, no yo...

De pronto, uno de los perros pareció enloquecer y empezó a arrojarse con todo su peso contra el portón, sin dejar de exhibir sus fauces.

—¡Ya está bien! —dijo el Rata sobresaltado y visiblemente molesto, mientras se llevaba la mano derecha a la parte trasera del cinturón, donde descansaba la morena.

—Guarda eso, que ya vienen a abrirnos —le dije—. Necesitamos el trabajo.

A regañadientes, me hizo caso. La puerta de entrada a la casa estaba a cierta distancia de la reja. Desde allí vimos aparecer a una muchacha sudamericana de unos veinticinco años ataviada con un uniforme de sirvienta de esos que se ven solo en las películas de la tarde. Los perros se calmaron al verla.

—¡Sit! ¡Sit! —les dijo ella, sacudiéndoles el dedo índice cerca del hocico.

Los dóberman le hicieron caso, gimiendo sumisos. Hay que joderse con las bestias, tan salvajes que parecen y luego los domina una mujer, como a tantos que conozco...

—Buenos días —dijimos, educados.

—Buenos días. Adelante, por favor, el señor los está esperando.

Caminamos por un sendero de piedras hasta la casa. La chica ingresó primero y sostuvo la puerta abierta para que lo hiciéramos nosotros. Los perros nos seguían a poca distancia. Sin que ella me viera, lancé un taconazo hacia atrás mientras caminaba, dándole en todo el morro a uno de ellos. Luego entré rápidamente a la «chabola» de nuestro cliente. Era mucho más espléndida por dentro de lo que aparentaba por fuera —y eso que aparentaba bastante—. Solo con lo que había colgado de aquellas paredes el Rata y yo nos hubiésemos puesto las botas. Pero eso hubiese sido años atrás, eran otros negocios los que íbamos a atender allí, ya éramos profesionales en lo nuestro.


Estos son solo los primeros párrafos de la novela Bodas de plomo.

Género: Novela negra
Nº de páginas: 128
Dimensiones: 21 x 15 cm
Encuadernación: Rústica con solapas
ISBN: 978-84-09-00601-4
Precio: 6,95 €
Pedidos a: ivnguevara@gmail.com

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